Ángela Pistán, de 60 años, no se resigna. Todas las tardes vuelve hasta la orilla de ese río, su río. Como quien visita la tumba de un ser querido sabiendo que llegado a ese punto nada se puede hacer más que contemplar y lanzar una oración al cielo.
Ella mira el lugar en el que antes estaba su casa y llora. El 7 de marzo el río Muerto despertó y sus aguas arrastraron todo a su paso. En el caso de Ángela, ese río arrancó despóticamente 43 años de su vida. Lapso en el que crió 11 hijos y decena de nietos. Entonces Ángela vuelve todas las tardes y la acompaña Ricardo Liendo, su vecino, como para que no vaya sola porque, como explica él: “Siempre vuelve mal, apenada y sin ganas de comer”. Ángela dice que ya no le quedan lágrimas que llorar y que hasta perdió la fe. “Donde sea que esté siempre voy a volver a esa orilla”, confiesa. “He dejado mucho ahí”. No se refiere a parte de sus muebles y utensilios de cocina, ropas y macetas. Perdió las tardes de mates frente al río, la alegría de los nietos y vecinos corriendo, entrando a la casa, jugando. Las interminables charlas con las vecinas, la seguridad de que en ese sitio podían dormir con las puertas abiertas y no les iba a faltar ni una media.
Ahora Ángela se dedica a matar el tiempo. Se mueve, lava ropa, echa lavandina en los pisos, acomoda. “Pero duele igual”, confiesa sentada en una silla y apoyando la cabeza en su puño como si le pesara mucho.
Sin hogar
Después de la tormenta del 7 de marzo, las 22 familias que vivían a la orilla del río Muerto tuvieron que ser alojadas en la escuela 311, República de Italia, de El Corte. Allí permanecieron casi un mes durmiendo en colchones colocados en el piso de las aulas. Era 99 personas que de un día para el otro se vieron obligadas a convivir. “Al final la situación era insostenible. La directora ya estaba molesta y la relación se puso tirante”, explica Liendo.
Las maestras se vieron en la obligación de continuar con las clases cuando la escuela estaba convertida en un centro de evacuados. Con aulas que eran grandes dormitorios y patios donde se secaban las ropas al sol.
“Algunas familias no aguantaron y se fueron a las casas de otros parientes”, cuenta Norma Peralta, mamá de siete hijos. A los que quedaron les buscaron otro destino. Desde el jueves pasado están en una vieja casona ubicada en El Corte, donde funciona un salón de fiestas en la parte de adelante. “Unas señoras de Cáritas encontraron este lugar y el Municipio arregló con el dueño un alquiler diario para que estemos aquí”, explicaron. Por ese lugar la Municipalidad paga unos $80 por persona por día. Son 31 entre niños y adultos. Y, según los comentarios que les llegaron, el arreglo es por 20 días.
“Hasta el momento no tenemos novedades sobre las casas que nos prometieron en El Manantial Sur”, explica Liendo. El 16 de marzo el gobernador, José Alperovich, visitó la escuela 311 y anunció que mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) entregaría a las familias evacuadas casas en ese barrio. En aquella oportunidad el intendente de Yerba Buena, Daniel Toledo, se había comprometido a poner a disposición de los niños que asistían a la escuela un transporte para trasladarlos desde esa nueva ubicación hasta El Corte.
Hasta el momento nada de eso ha sucedido y ellos temen que todo quede en la nada. “Nadie volvió a decirnos nada. Y eso da miedo. Miedo de que se olviden de nosotros”, confiesa Peralta. Sin embargo, ellos rescatan algo bueno en medio de tanta desgracia: “Nos convertimos en una sola familia. Antes éramos vecinos, hoy somos una gran familia y vamos a salir todos juntos”, aseguran.